- “Tengo 33 años, fui a la universidad una temporada y todavía sé hablar inglés si alguien me lo pide, cosa que no sucede con mucha frecuencia en mi oficio”.
- “Tengo algo de lobo solitario, no estoy casado, ya no soy un jovencito y carezco de dinero. He estado en la cárcel más de una vez y no me ocupo de casos de divorcio”.
- “Sigo soltero porque no me gustan las mujeres de los policías”.
- “Cuando acaben conmigo en un callejón oscuro, si es que sucede, como le puede ocurrir a cualquiera en mi oficio, y a otras muchas personas en cualquier oficio, o en ninguno, en los días que corren, nadie tendrá la sensación de que a su vida le falta de pronto el suelo”.
Son retazos de una autobiografía, recortados de las historias que protagonizó, porque Philip Marlowe no estaba para sentarse a escribir. Sí para jugar al ajedrez, para beber un buen scotch o para analizar cada pista hasta deducir quién era el asesino. A Marlowe le caben el relato en off, el sombrero, el cigarrillo perenne y una mirada como la de Humphrey Bogart. Marlowe es en blanco y negro -y cuanto más negro, mejor-.
Georges Simenon escribió decenas y decenas de historias sobre su inigualable inspector Maigret. A Dashiell Hammett le bastó una producción infinitamente menor para sentar las bases de la novela negra y entronizar a su hijo más querido, Sam Spade. Así de económico fue Raymond Chandler: son siete novelas y dos cuentos los que les dedicó a Marlowe.
Editadas una y otra vez, a tiro y con toda clase de precios en librerías y en Mercado Libre, las obras de Chandler van un paso más allá. No desarma los estereotipos del género, más bien los reconfigura y potencia. Es la esencia del policial.
En “El largo adiós”, Chandler regala una pieza excepcional de literatura. Un estudio sobre las rubias desde la perspectiva de Marlowe. Aquí va:
Existe la rubia pequeña y agradable, que gorjea como los pájaros, y la rubia alta y estatuaria, que lo envuelve a uno en una mirada azul de hielo. Existe la rubia que lo mira a uno de arriba abajo y tiene un perfume encantador y resplandece tenuemente y se cuelga del brazo y está siempre muy, muy cansada cuando usted la acompaña a su casa (...).
Existe la rubia dulce, dispuesta y aficionada a la bebida, y que no le importa lo que lleva puesto -siempre que sea visón- o adónde va -siempre que sea el “Starlight Roof” y haya mucho champaña seco-.
Existe la rubia pequeña y altiva que es una verdadera compañera y quiere pagar ella su cuenta y está llena de luz de sol y de sentido común, que sabe judo y puede lanzar al aire, por arriba del hombro, al conductor de un camión, sin perderse más de una frase del editorial del Saturday Review.
Existe la rubia pálida, pálida, con anemia de tipo incurable, pero no fatal. Es muy lánguida y muy sombría y habla suavemente como salida de no sé dónde, y usted no le puede poner un dedo encima, en primer lugar porque no tiene ganas, y en segundo lugar porque ella está leyendo La tierra perdida o Dante en el original o Kafka o Kierkegaard, o porque estudia dialecto provenzal (...).
Y, por último, existe la muñeca maravillosa y encantadora que sobrevive a tres reyes del hampa y después se casa con un par de millonarios a un millón por cabeza y termina con una villa de color de rosa pálido en Cap d’Antibes, un coche Alfa Romeo completo, con chofer y acompañante, y una caballeriza de aristócratas enmohecidos a los que tratará con la atención distraída y afectuosa con que un anciano duque dice buenas noches a su criado.
Mañana se cumplen 55 años de la muerte de Chandler, un talento capaz de deconstruir a las rubias o de construir la novela negra perfecta.